Franklin Castro R.
El otro día me fui de compras con mi hermana Silvia, a la ciudad de Puntarenas (de shopping como dirían los del jet set). De verdad que satisfacer las necesidades de una mujer en cuanto a la ropa se refiere, es una tarea para la que pocos hombres tenemos paciencia. Yo en ese sentido soy más relajado, pues entre tienda y tienda, me la paso bromeando con las empleadas.
Por cierto, en una tienda de marcas sentí que los hombres éramos discriminados, pues a las chicas les permiten ingresar con sus bolsos y a los hombres no. –Nos están discriminando-, le espeté a la linda fémina que me “decomisó” la mochila. Me hubiese encantado agarrarme con ella (cuerpo a cuerpo), para dilucidar aquella agresión y defender así los derechos de los reyes de la casa.
Resulta que mi hermana trataba de decidirse entre varios manganos, todos de colores muy elegantes y muy acordes con la temporada de verano. Pero ella, sobre selectiva como es, no se encontraba satisfecha con ninguno, mientras que a mi me parecían perfectos. El problema era una diminuta arruguita, que se le hacía sobre la nalga izquierda.
Tras mirarse no sé cuantas veces en el espejo, finalmente la convencí de que aquel detalle, más bien producía un efecto de beldad. Además la perfección no existe y si existiera sería aburridísima, pues al buscarla es que las cosas adquieren sentido. ¡Si señor!, como dice una amiga de Bogotá, con ese cantadito que tanto me gusta.
Todo tiene sus ventajas y la de aquel día, fue reconocer que muchas de las empleadas de las tiendas en el Puerto, ya no son las mismas. Aunque sí conservan aquella estrategia de ventas, que en algunos casos resulta infalible: que todas las prendas quedan perfectas y que todas las clientes, se parecen a Thalía. De ahí que veamos a veces, ciertas ridiculeces en el vestir.