Franklin Castro R.
Aunque a veces los vaivenes de la vida, nos mecen los cimientos, la verdad es que nunca hay que echarse para atrás, ni siquiera en los peores momentos. Lo importante es ser uno mismo, ser transparente y nunca pretender ser otra persona. El año que pasó, no me dejó una chiva, ni una mula negra, ni la yegua blanca y mucho menos una buena suegra.
Mis objetivos vivenciales, no son similares (al menos en este momento) a los que describe Tony Camargo en su excelente canción, el Año Viejo. Y ya que estamos estrenando año y es época de fiestas, toros, topes y cabalgatas, hoy quiero hacerles una confesión muy íntima.
Lo que sigue, pertenece (digamos) al diario de un domador. Perdí los dos últimos años tratando de amansar una yegua de piel clara y ancas anchas. Nunca pude lograrlo. Quizás equivoqué la receta, porque capacidad para eso tengo y de sobra (modestia aparte).
Aunque nadie escarmienta por cabeza ajena, les relato esto porque al menos puede soltar una luz que ilumine el camino de un aprendiz de domador y evitar que pueda caer en los mismos errores. Hay que fijarse bien en el pedigrí, para dirimir la estrategia y lo más importante, ver si vale la pena el esfuerzo.
La potranca de la historia tenía sus mañas (y muchas), pero las escondió muy bien durante mucho tiempo y todo para aprovecharse de las bondades de su domador. A mí me faltó malicia, pues por lo visto a la bandida le gusta que le jalen fuerte la rienda. Hice lo contrario y se desbocó la yegua.
Al final fue lo mejor, pues la equina en cuestión resultó ser una yegüilla criolla, de esas que se pueden dejar pastando en las rondas de las calles, porque nadie se las roba. Qué desperdicio de tiempo y yo que la creía pura sangre. Ya hasta me imaginaba en el tope de Palmares, exhibiéndome orgulloso entre la gente. Al final fue lo mejor: Mucho jinete, para tan poca yegua.