Franklin Castro R.
Los niños son ciertamente lo más dulce que nos rodea. Y son aquellos pequeños que apenas empiezan a gatear por la vida (aquí aplica la metáfora y la palabra textual), los que nos hacen viajar de regreso a los tiempos en que empezábamos a recorrer nuestra existencia.
Por supuesto que los tiempos han cambiado, desde los setentas para acá mucho ha variado el entorno infantil y ni que decir si hurgamos en las memorias de nuestros abuelos. No existían las mochilas de marca, ni tantas otras novedades, que hoy inducen a la diferencias de clases: uno tiene más que otro y así se comienza a cultivar la desigualdad.
Por ejemplo: hace muchos años los faroles del 14 de septiembre, eran una mezcla de sentimiento y tradición. Confeccionados con cuatro varillitas verticales y envueltos en papel transparente de colores, veíamos una tradición muy sencilla. Hoy, el concepto de farol se aleja de aquel que exhibieron nuestros antepasados en los épicos hechos.
Me gustaba más aquel farolito de antaño, que estos que hoy se pierden en trivialidades. No falta mucho para que en uno de estos eventos, alguno ose adherir una imagen de algún cantante extranjero o el reggaetonero del momento. Ya lo vemos en los ritmos danzantes en las festividades patrias, algunos muy lejos del motivo.
Ciertamente los pequeños no tienen la culpa de nada de esto que relato, bien sabemos que Dios los entrega inmaculados (con el llamado eclesiásticamente pecado original), pero es el entorno quien los deforma y el que lamentablemente los enrumba a veces, por el camino torcido.
Pienso que los niños son el terreno excelente para cultivar valores, elementos esenciales para mejorar nuestra sociedad. Pero para que esto se haga realidad, se necesitan adultos que quieran sembrar y fecundar la semilla, que deseen corregir los errores del ayer, del hoy y que quieran construir un mejor mañana.